Tengo a flor de piel la sensación de esqueleto. Camino sintiendo mis huesos enterrarse en la suela de la zapatilla. Mi esternón cruje a cada paso, chocandose con el principio de las vigas óseas que dan estructura a mis piernas. Soy un muñeco con alma. Una marioneta, con un espíritu que está más afuera que adentro y va dejando huecos en cada parte de mi cuerpo. El cuero que me recubre parece estar a punto de rasgarse, no más roza su superficie contra otra más áspera o filosa va sumando fisuras, heridas por las que, quizás, se estén escapando poco a poco esos fragmentos de mi yo, son como filtraciones. Las caricias de las personas que alguna vez me quisieron o solo me tocaron, se llevaron consigo millones y millones de células muertas que encaminaron este destino infalible hacia la desintegración. El velo de los ojos del cerebro se afina cada vez más, esa tela que recubre mis dos ventanas al exterior, se vuelve con el tiempo más transparente, impidiendo la ceguera selectiva consciente o sin conciencia, que ha sido alguna vez el poder de elegir no ver alguna cosa; en este paso acelerado hacia el futuro se me anula, minuto a minuto, esa posibilidad de cerrarlas, dejando entrar cualquier imagen, como así también cualquier partícula de polvo que traiga el viento, cualquier rayo de luz que se interponga en este viaje. Los restos de esta supuesta evolución no son más que residuos, somos generadores de basura física y emocional. Las ruinas de nuestra era, serán montañas de apéndices y muelas del juicio. Cuando los seres del futuro descubran 200 metros bajo tierra, lo que quede de nuestros implantes mamarios y dientes postizos, confundirán aún más las hipótesis de la absurda forma humana. Nunca entenderán porqué las narices fueron más bellas respingadas, o porqué las cinturas eran mejores cuanto más delgadas, o porqué las pieles importaban más cuanto más claras. Ningún androide antropólogo podrá figurarse el esbozo real de nuestra especie extinguida y su dicotomía frustrada y transgredida de hombres y mujeres normalizados a escobazos. Lo mejor que podríamos haber mostrado era que teníamos tan poco que exponer porque éramos capaces de ser humildes, y hasta en algunas oportunidades, felices. Pero inmortalizamos la NoVida con haluros de plata que aún no han visto su final, motivo por el cual, pueden todavía decir que sus retratos son eternos y por eso más valiosos que el momento que se imprime sobre ellos.
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